III. La cruz y la gloria",
de José Luis Martín Descalzo:
La frase "resucitar de entre los muertos" tiene dos acepciones completamente distintas y los hombres tendemos a entenderla siempre en la primera e inferior de ellas.
Es el sentido que podíamos llamar "terrestre". Resucitar sería simplemente volver a la misma vida que se tenía antes, reanudar lo que la muerte interrumpió, como se vuelve a casa tras un corto o largo viaje. En este sentido el resucitado no tiene una "nueva" vida sino una segunda parte de la "misma" vida; sigue atado a la fugitividad, continúa siendo mortal. Esta fue la resurrección de Lázaro. Esta parece ser la única resurrección a la que el hombre aspira.
Pero esta resurrección, aún siendo muy importante, aún necesitando, para producirse, un enorme milagro, en realidad no resuelve ninguno de los grandes problemas humanos. La muerte sigue siendo muerte, el hombre sigue encadenado al tiempo y a la fugacidad. Esa resurrección es, en realidad, más una suspensión o un retraso de los efectos de la muerte, que una verdadera resurrección. No es una vistoria sobre la muerte, no es la entrada en una vida plena y total.

Su resurrección no aporta, pues, un "trozo" más a la vida humana, descubre una nueva vida y, con ello, trastorna nuestro sentido de la vida, al mostrarnos una que no está limitada por la muerte.
Pero no se trata de una nueva vida en sentido sólo espiritual, tal y como decimos que nuestros muertos han pasado a ella. Jesús entra, por su resurrección, en esta nueva vida con toda la plenariedad de su ser, en cuerpo y alma, entero. Y quien resucita es él y no es él. Es él porque no se trata de una persona distinta; y no es él porque el resucitado inaugura una humanidad nueva, no atada ya a la muerte. Como ha escrito el poeta, al resucitar "todos creyeron que él había vuelto. Pero no era él, sino más". Era él, pero más él, era el definitivo.
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